2021-01-19

“cuando entreguen el Proyecto Chapultepec, acuérdense de que fue a costa de miles de familias y de miles de proyectos culturales”.

 


Querido Gabriel:

Lo que me tiene aquí, escribiéndote, es una extraña mezcla de discrepancia y admiración, de afinidad y desencuentro, con la que llevo cargando, incómoda, varios meses y que acaso, al poner por escrito, se aligere de algún modo y hasta sirva de algo.

Empiezo con una confesión que quizás intuyas ya, después de los quince años que llevamos haciendo entrevistas, grabadora de por medio, las cuales, con el tiempo, sin embargo, se han vuelto conversaciones de horas y horas, en las que vamos y venimos de un tema a otro: la sobrevida del muralismo; el papel de los museos en la actualidad; el problema del estilo; la idea de vanguardia; el rol que debe jugar el Estado frente a la cultura y si es posible imaginar o desear una cultura sin Estado; el boom del arte mexicano de los noventa; la función del azar en tu trabajo; la importancia de la crítica; tu amor por Borges, etcétera. A ratos, necios los dos, podemos rebatir con vehemencia el argumento del otro, pero sólo para, después, abrir otras líneas de diálogo y oír música (Glenn Gould tocando las Variaciones Goldberg, por ejemplo) y todo esto en medio de un aprendizaje, para mí, incalculable —algo que valoro como pocas cosas.

La historia del arte que se enseña en México, o por lo menos la que me tocó estudiar a mí, termina en 1950. Después de esa fecha, según mis maestros, patidifusos ante cualquier esfuerzo posterior, lo que seguía era un desierto, regado esporádicamente por espejismos que sólo las personas triviales y ofuscadas podían apreciar. Desde luego que eso consiguió que dejara la escuela con tan pocas herramientas y sensibilidad para acercarme a lo que estaban produciendo mis coetáneos que mis primeros textos parecían escritos, no por una joven de 23 años, sino por una viejita amargada a la que enfurecía no poder anclar esos esfuerzos —meras ocurrencias, me parecían entonces— en la quietud de la historia del arte antiguo. Y así me mantuve, terca, refunfuñando, hasta que me topé con tu obra temprana.

Imagino que habrá quienes estén lo suficientemente espabilados como para convivir con el trabajo de sus contemporáneos sin el menor asomo de duda o incomodidad. Como los niños pequeños de hoy que pasean sus deditos por las pantallas de los celulares como si fuera lo más normal del mundo (tanto, que incluso algunos intentan accionar la vista de la ventana con el mismo método —cosa que sucederá tarde o temprano, porque ellos así lo harán posible). Hay mucha gente, pues, que no necesita pasar por ese umbral del estupor para salir transformada. Yo sí. Me tuvo que pasar algo en el camino que me sacudiera el polvo que ya venía acumulando sobre la cabeza, y ese algo fue encontrarme con tu trabajo. En una entrevista que hicimos en 2011, me dijiste que sentías que tus obras eran “como máquinas que no traen instrucciones de manejo; no cabe duda de que funcionan, pero hay que averiguar cómo”. Digamos que esa fue mi epifanía: de pronto supe cómo. Y su funcionamiento me asombró a tal punto que necesité ver más. Por si fuera poco, pronto descubrí que la llave que abría tu obra, servía también para abrir la de otros. Y así fui quedando encandilada con el arte de mi tiempo.

Lo que me pareció, y me sigue pareciendo, fascinante de tu trabajo era que tenía la gracia y el misterio de la vida misma, sin necesidad de recurrir al rebuscamiento del arte, a sus entresijos. Se trataba de gestos mínimos que daban a las cosas la encantadora extrañeza que proviene de la suma, diría Walter Benjamin, de la ausencia total de intención y la intencionalidad más absoluta. Como ese colchón abandonado en una acera —Futon Homeless, 1992—, al que tú le viste cara de escultura, no por ser simplemente una masa, que lo era, sino por cómo estaba enrollado sobre sí mismo, al punto de desafiar por entero la idea de colchón como objeto que se usa para dormir, y convertirse así en una especie de involuntario Henry Moore, dejado a su suerte en una calle de Nueva York. O esa otra escultura esparcida a lo largo de una calle completa, Home Run, en la que los vecinos de la cuadra, en complicidad contigo, colocaban cada mañana en el alféizar de sus ventanas una naranja fresca, para generar entre todos una composición rítmica y alargada que sólo el peatón atento podía descubrir a su paso. De esa acción colectiva matutina sólo quedan hoy algunas fotografías que dan cuenta a un tiempo del riesgo (la sutileza es tal que raya en lo intangible) y de la eficacia de la instalación: cuando por fin se la ve, el efecto es sorprendente, aunque se trate de unas simples naranjas. O porque lo son, precisamente, pues cuando una naranja deja de ser fruta para volverse forma puede entonces actuar desde un lugar en el que su mera presencia asombra —o conmueve o divierte o intriga; a ese lugar lo llamamos desde hace siglos arte. Como me lo explicaste en una conversación que sostuvimos hace muchos años, algunas de tus piezas “aunque sean pequeñas, dejan una estela de significado, que actúa exactamente igual que una estela en el mar, que de pronto parece que se pierde, pero nunca del todo, algo de ella se queda ahí, en el horizonte”. Y en la memoria, añadiría ahora yo.

Desde entonces he seguido tu carrera con un interés inagotable, siempre dispuesta a dejarme aturdir o maravillar o lo que sea que puedan producirme tus búsquedas. Casi todas las veces encuentro la manera de escapar de mis propios prejuicios y asumir una postura abierta frente a aquello que estás planteando, incluso cuando de entrada pueda parecerme chocante, como el Oroxxo reciente, del que hablamos en su momento, y te expliqué que habiendo crecido con unos papás jipis, que me alejaron todo lo que pudieron de la televisión y la Coca-Cola, me resultaba poco apetecible entrar de lleno en ese territorio de marcas vistosas y tiránicas. Después entendí que se trataba de una disertación sobre la pintura actual, o así lo acomodé en mi cabeza, y entonces pude aproximarme desde otro lugar al proyecto.

Eso es lo que he intentado siempre: ir al fondo, pensar en qué podrías estar queriendo decirnos. Hasta hoy. Ay. Por primera vez, una decisión tuya me coloca del otro lado de un muro que simplemente no puedo escalar ni bordear. No he conseguido entender por qué querrías meterte en esa camisa de once varas que es el proyecto del Complejo Cultural del Bosque de Chapultepec. O, mejor dicho, entiendo que lo puedas ver como un desafío, tal vez el más grande que has enfrentado, y que te entusiasme poner tus conocimientos y tu inventiva al servicio de algo así de importante. A la vez, me queda claro que es un reto que te permite ponerte, como te gusta, “en una situación de principiante o de estar en el origen de algo”, pues, según me has dicho, eso es lo que te “mantiene intrigado” frente a tu propio trabajo. En tus palabras, la originalidad no es otra cosa que “empezar cada vez de cero, y siempre con consecuencias impredecibles”. Así llevaste a cabo, por ejemplo, el diseño de tu casa en la playa, sin ser arquitecto, o el del jardín de la galería South London, sin ser paisajista. Y ahora, supongo, te propones con ese mismo ánimo llevar a cabo esta obra mayúscula, que te ha comisionado ni más ni menos que el presidente de la República.

Entonces, puedo entender que, como artista, te interese resolver tamaño problema, en el sentido de situación desconocida cuya respuesta, si la hay, debe encontrarse por medio de la experimentación. Imagino que por eso es que sigues, y contigo el Taller Chapultepec, trabajando en el plan maestro, porque muchas de las soluciones no pueden aparecer sino sobre la marcha, en un proceso, como los cientos por los que has atravesado, donde sólo al entrar en la materia se pueden dilucidar sus posibilidades y límites. Entiendo, así, que lo quieras ver como una obra tuya, que atiende únicamente a preocupaciones, casi podríamos decir, estéticas, y que te sientas muy atraído por la idea de trabajar con toda libertad, imaginando sin ataduras ese territorio —condensado ahora en una fabulosa maqueta que vemos por aquí y por allá— que podría convertirse en algo parecido a una inmensidad de árboles y plantas de todo tipo; de agua cristalina que baja por las cañadas, como lo hacía antiguamente; de puentes fabulosos que se elevan por encima del mundanal ruido para llevarnos a un espacio apacible, donde pabellones de temas variados nos esperan para ampliar nuestros horizontes acerca de lo que puede ser, hoy, un museo.

En fin, todo esto lo puedo entender muy bien como estudiosa del arte; no obstante, como ciudadana e integrante de la comunidad cultural —sé que odias las generalizaciones, pero sabes de lo que hablo— me parece un despropósito, porque no se trata de una propuesta que ocurra al margen de todo lo demás que está pasando en el país, abstraída del estado actual de las cosas, como si fuera una burbuja flotando en el espacio de las buenas intenciones artísticas, sino que, desde luego, su suerte está entremezclada con lo que estamos viviendo. Y no tengo que decirte que lo que estamos viviendo es espantoso.

Fuente: Gobierno CDMX, fotografía de la ciudad de México desde el aire. 

Intenté explicarte lo que pienso en el Zoom que tuvimos hace unas semanas y creo que fracasé. Por eso aquí ensayaré un argumento. O varios.

No me voy a extender en lo que muchos han señalado ya acerca de “Chapultepec, Naturaleza y Cultura”: que no es realista (si todas las instituciones culturales están hoy al borde del colapso, por malas decisiones y falta de recursos, ¿por qué este proyecto habría de correr con mejor suerte?) y sí centralista (alejándose así de la gran promesa de este gobierno en materia cultural: dejar el centro para atender al resto del territorio, históricamente desfasado) y muy reiterativo (no se entiende que se elija la zona, no de la ciudad, del país entero, con una mayor concentración de espacios culturales para poner ahí más espacios culturales, algunos incluso dedicados al mismo asunto: el teatro, el arte contemporáneo…).

Con todo eso estoy de acuerdo en alguna medida, pero hay otro enfoque que me interesa más. Digamos que el problema no está en el proyecto mismo, del cual sabemos poco, pero con eso ya es suficiente para suponer que traerá algunas mejoras a la vida de la Ciudad de México. Puedo imaginarme, perfectamente, un futuro donde existe un Chapultepec que me gusta todavía más que el que tenemos ahora. Uno más frondoso, mejor conectado, con más áreas útiles e, incluso, algunos recintos culturales que se antoja visitar de vez en cuando —otros, tengo que decirlo, me resultan completamente faltos de interés.

Pero, la verdad, también puedo pensar en otro futuro donde ese Chapultepec no existe y no lo echo para nada en falta. Y, en cambio, ya estoy empezando a extrañar la vida cultural que solíamos tener en esta ciudad y en este país, y que estoy viendo desvanecerse, entre la pandemia y un gobierno dado a desmantelar, sin razonamiento alguno de por medio, instituciones y proyectos que mal que bien funcionaban. Teatros agonizantes; museos con goteras o sin focos; oficinas con presupuestos raquíticos, con los que no se puede aspirar a llevar a cabo nada medianamente decente; apoyos al trabajo artístico que ya no existen y que estimulaban con gran tino la labor que de todos modos se hace, pero que entonces se podía hacer con más holgura; desempleo generalizado; los ánimos de la comunidad por los suelos.

¿Crees que exagero? Te pongo un ejemplo, el más reciente, pero para nada el único: el 23 de diciembre pasado, cuando la Fonoteca Nacional notificó a sus trabajadores que debido a un recorte del 80% del presupuesto no podrían renovar los contratos de la mayoría de los empleados adscritos al Capítulo 3000 (esa modalidad terrorífica que permite no abrir más plazas fijas, sino contratar sólo a trabajadores temporales, por honorarios y sin prestaciones de ley). Como en un lúgubre cuento de Navidad, les desearon felices fiestas y les dieron las gracias, según contó uno de los afectados. Esto es, cerca de cien personas que en lugar de regalos, o pavo o por lo menos alguna tranquilidad, recibieron la noticia de que su futuro había quedado desbaratado en un segundo. En plena pandemia. En la Fonoteca suelen trabajar 120 personas, de las cuales sólo 27 tienen contratos permanentes. Esto quiere decir que, de despedir a los otros 93, la institución tendrá que operar con el 22.5 % del personal. O sea, no va a operar. Así las cosas, ya empezamos a ver que ese va a ser el modus operandi dentro de la Secretaría de Cultura: extinguir, junto a los fideicomisos, los trabajos de la gente, la labor de los colectivos, las actividades artísticas, a las que busca suplantar con remedos populistas (pienso, por ejemplo, en el malogrado programa Cultura Comunitaria, que no era comunitario ni era nada; pero también, me temo, en el propio Chapultepec, al que las autoridades sin duda aprecian por lo que, de hecho, ya es: un espacio recreativo visitado por miles de personas cada fin de semana).

Es increíble, pero los meses de confinamiento parecen haberle revelado al gobierno una triste realidad: no pasa nada si los espacios de la cultura cierran; si no hay exposiciones, si no hay funciones de teatro, lecturas de poesía. El mundo no se acaba. Y, en efecto, no se acaba de golpe, como si cayera una bomba atómica, pero, y esto claramente el gobierno parece no saberlo, se va acabando de a poco. No sólo es la gente que se ha quedado sin su sustento principal. También sucede que el mundo pierde sustancia, se encoge. ¿Y cómo es posible, entonces, que un gobierno pueda decidir algo tan inaudito y tajante como desentenderse de la cultura, desampararla sin más?

Es posible, por dos razones. La primera tiene que ver con la certeza de que las comunidades del arte y la cultura encontrarán una manera, cada vez más precaria y marginal, de subsistir, porque así lo han logrado hasta ahora. Y, la segunda, es la de siempre (lo cual, para un gobierno que insiste en que “no son lo mismo” que las pasadas administraciones, es deplorable): la definición de cultura que se tiene es más pequeña que la cabeza de un alfiler, y nace de una idea profundamente equivocada. Nuestros políticos siguen sin entenderlo: la cultura no la hacen ellos; la cultura no se distribuye, no se conduce y ni siquiera realmente se administra; si acaso se le puede acompañar, reforzando la infraestructura para que ésta pueda suceder y desarrollarse libremente. Alguien que a lo mejor ha ido al teatro una vez en la vida, que rara vez se ha parado en un museo o leído un libro de poesía, y que ni siquiera sabe que existe el arte contemporáneo, esa persona, pues, no puede llegar y decir, desde las alturas: esto es lo prioritario, esto es la cultura. Y todo lo demás puede morir de inanición. Digo, claramente puede hacerlo, pero no deberíamos permitírselo.

La posibilidad de que ciertas expresiones empiecen a estar vetadas —por ejemplo, tirando línea acerca de quién merece y quién no una beca— es alarmante. Y ese es el futuro que, me temo, parece estar a la vuelta de la esquina. Pues es como si nuestras autoridades desearan que la pandemia —la cual, recordemos, les vino “como anillo al dedo”— continuara por siempre y nunca volviéramos a algo ni remotamente parecido a lo que teníamos antes. Al revés, que toda un área de la vida quedara congelada para que ellos no tuvieran que poner un centavo en eso. Esa es la transformación que parecen traer entre manos. Escalofriante. Y ahí estás tú, mi artista admirado.

Tu proyecto se ha vuelto la pieza central de ese plan que, literalmente, viene recortando, a cada tanto, maneras de entender el arte y la cultura que, para este gobierno de buenos y malos, claramente no encajan; es más, estorban. Ese es el mensaje que se manda una y otra vez: todo lo que se hacía antes es corrupto y está alejado del buen propósito (que, en términos artísticos, cabe suponer que sería algo así como volver al muralismo más doctrinal). Y en ese balance, reiterado una y otra vez en las mañaneras, lo único que se salva es lo que el presidente dice. Y dice Chapultepec. Y, con ese simple gesto, el presupuesto de la Secretaría de Cultura se reordena, de manera insólita, para entregarle a esta obra, que paradójicamente es más urbanística que cultural, el 25% de sus recursos anuales, en medio de la desolación —“austeridad”, le llaman— que mantiene al gremio oprimido.

La primera vez que te entrevisté acababas de hacer Mátrix móvil, la ballena de la Biblioteca Vasconcelos. Entonces te pregunté por qué habías aceptado tal encargo presidencial, cuando se trataba de un proyecto polémico, al que, por cierto, se había opuesto ampliamente la comunidad cultural, y el cual parecía colocarte en el sitio incómodo del artista “oficial”. Te recuerdo lo que respondiste:

Tomé la decisión con toda honestidad. En el momento en el que fui a ver el edificio y surgió la idea de la ballena, pensé que valía la pena intentarlo, por encima de la coyuntura política. Hay momentos en que un artista tiene que pensar su obra –y yo trato de pensarla siempre así- más allá de lo circunstancial. Un artista debe ponerse siempre por encima de la grilla y de la comidilla local. Nunca nada de esto me ha hecho titubear; ni dependo de ello para trabajar. Me tomé la libertad de decir que sí, porque la idea era buena y el edificio de Kalach también. Al margen de la polémica, pero con plena conciencia de ella, me pareció que era importante intentar una obra de arte público en un momento como éste en México.

Me pregunto si hoy me dirías lo mismo. ¿Te atreverías a afirmar que este es un momento en que se puede, tranquilamente, pensar una obra pública “más allá de lo circunstancial”? No lo sé. Lo que sí sé es que esta es y no es tu obra. La ballena aparece suspendida en el centro de la biblioteca, pero bien podría estar en cualquier otro lugar, en un museo, en una casa. Es una pieza suelta, tuya, maravillosa. Chapultepec es una apuesta gigantesca, con muchas voces sonando, lo cual lo vuelve un proyecto confuso, donde ideas buenas, o buenísimas, se mezclan con otras pésimas, equivocadas, torpes. Eso que imaginas y que, conociéndote, ha de ser extraordinario, no es más que un sueño que otros terminarán robándose y haciendo añicos. Ya lo dijo la subsecretaria de Desarrollo Cultural, Marina Núñez Bespalova: “[Orozco] es el dueño del concepto. Eso no quiere decir que el concepto es lo que se vaya a llevar a cabo”. Visto así, puedo imaginarme que acabarán imponiendo la esperada fábula oficialista que ya anticipan los distintos pabellones anunciados (el maíz, el cardenismo, la defensa nacional, las luchas de oposición… ¿qué tiene que ver todo ese relato contigo?). A pesar de todo esto, tú serás reconocido como autor de lo que sea que acabe por hacerse. Y, lo que es peor, al ser el único proyecto cultural con el cual el gobierno se muestra comprometido, mientras todo lo demás cae por la borda, me temo que eso te convierte esta vez, más que en el artista oficial, en el único, el bueno, el que pone el ejemplo y trabaja sin cobrar, como si todos los demás pudieran, y debieran, hacerlo. Díselo a los trabajadores de la Fonoteca Nacional, uno de los cuales advirtió, por cierto, en un reportaje reciente, que “cuando entreguen el Proyecto Chapultepec, acuérdense de que fue a costa de miles de familias y de miles de proyectos culturales”.

¿Sabes lo que veo? Un país precario, adolorido, jaloneado por fuerzas encontradas; por un lado, la inercia que lo mantiene sumido en la violencia, cada vez más empobrecido, con un futuro que es casi pura sombra, y, por otro, el afán transformador de este presidente, que si bien parecía tener claro el diagnóstico, ha tomado decisiones lastimosamente equivocadas en un montón de temas, lo cual nos tiene cada vez más contra las cuerdas. Veo una comunidad cultural desahuciada, pidiendo ayuda a gritos. Veo cómo languidece esa idea que muchos teníamos, y que tú compartías, acerca del papel, crucial, que debe jugar el arte contemporáneo en el mundo actual. Y veo, finalmente, un proyecto que conforme se agrava la crisis económica que está hundiendo al sector cultural, luce cada vez menos necesario y deseable. Este no es el momento para llevar a cabo una obra que podría ser hermosa si no estuviera profundamente fuera de lugar: ostentosa para los tiempos que vivimos; desconectada de este presente atribulado; sus virtudes diluyéndose frente a sus enormes privilegios. Diré una barbaridad, pero pienso que lo mejor sería desistir y dejarla así, en el papel, utópica, lista para ser construida cuando este sea otro país. Pero seguro que tú ves otras cosas, Gabriel. Me gustaría saber cuáles son.

María Minera
Crítica y activista cultural.